Cuando me preguntan si hay una persona a la que idolatre siempre me viene a la cabeza el nombre de Bill Watterson. El dibujante cuenta su historia en Algunas reflexiones acerca del mundo real de uno que echó un vistazo y se marchó, su discurso en Kenyon College. La tira de Calvin y Hobbes salvó a Watterson de un empleo monótono. El punto de partida es una genialidad. La amistad entre un niño y su tigre de peluche. Cuando en la viñeta está Calvin, Hobbes es un tigre real. Cuando en la viñeta aparece un adulto, Hobbes es un peluche. Me emocionan todos y cada uno de sus dibujos, por la frescura y la sinceridad de Hobbes, por la curiosidad y la desvergüenza de Calvin. Watterson sacaría la tira de forma ininterrumpida durante 10 intensos años, de lunes a sábado en blanco y negro, los domingos en color, desde el 18 de noviembre de 1985 hasta el 31 de diciembre de 1995. Ese día, y de forma inesperada, se despidió. Cuando le preguntaron que por qué lo dejaba, respondió que ya había dicho todo lo que tenía que decir. Cuando le preguntaron que por qué no seguía ordeñando la vaca, respondió que no necesitaba más, que ya tenía suficiente. Había creado un clásico a la altura del Peanuts de Schulz o la Mafalda de Quino. En esta sociedad hiperactiva, él supo decir basta, justo en el momento en el que más dinero pusieron encima de la mesa. Watterson vive desde entonces en un pueblecito de la América rural. Algunos curiosos preguntan por la casa, pero sus vecinos se hacen los suecos. Me imagino a Watterson viviendo en las idílicas vacaciones de Calvin, pintando acuarelas en el bosque y saliendo de pesca con su padre. La vida sencilla en los eternos veranos de infancia, cuando cada día era una aventura, cuando el mundo parecía un lugar feliz.
En su discurso de graduación a los estudiantes de Kenyon, Bill narró esta anécdota.
En mi segundo año en Kenyon, decidí pintar una réplica de La creación de Adán de Miguel Ángel en el techo de mi dormitorio. Subiéndome a la silla pude alcanzar el techo, así que marqué una cuadrícula con cinta adhesiva y empecé a pintar la imagen tal como aparecía en mi libro de historia del arte. Estuve meses trabajando en esa pintura y no la terminé hasta el final del curso escolar. Yo no era un gran pintor por aquel entonces, pero lo que la obra no tenía en colores y adornos técnicos lo ganaría en la incongruencia de llevar el Renacimiento a un dormitorio universitario, con el inconfundible olor a latas de cerveza y ropa usada. Esa pintura daría un aire de grandeza cósmica a la habitación, situando mi propia existencia en una perspectiva más amplia. Aquellos aburridos y románticos poetas ingleses no parecían ya tan importantes, justo cuando encima de mi cabeza Dios transmitía al hombre la chispa de la vida. A mis amigos y a mí nos gustó tanto la pintura que decidimos pedir permiso a las autoridades académicas para que se quedara. Como era de esperar, el director de la residencia quiso saber por qué quería yo pintar un cuadro tan complejo unas semanas antes de que terminaran las clases. No eres estudiante de segundo en Kenyon sin fabricar ideas que nunca tuviste, pero supongo que era obvio que lo estaba proponiendo retroactivamente. Al final me permitieron realizar el cuadro, siempre y cuando se repintara el techo al final del curso. Y eso es lo que hice. A pesar de la inutilidad de todo el episodio, mis mejores recuerdos de la universidad son esos, trabajos que hice por un inexplicable imperativo interno, y no por la obligatoriedad de la tarea. Nunca dediqué tanto tiempo ni esfuerzo a ningún otro proyecto de arte ni a ningún artículo de ciencias políticas, como el que dediqué a ese acto de vandalismo. Es sorprendente lo duro que se trabaja cuando la tarea se realiza para uno mismo.
Hace unos meses y de forma inesperada, Bill Watterson anunció la publicación del cuento The mysteries, en colaboración con el caricaturista John Kascht. La historia de un reino maldito que busca en la razón salvarse. El libro contiene 350 palabras y 32 imágenes. Eso es todo. Uno esperaba más después de 28 años de espera pero incluso en ese formato hay un mensaje revolucionario: 350 palabras y 32 imágenes son más que suficientes. Me fascina la decisión de no producir absolutamente nada durante 28 años, para luego regresar con un libro con 350 palabras y 32 imágenes. No conozco caso similar. Watterson disfrutó del proceso creativo y conoció la fama junto a Calvin. Una vez alcanzó la cima, vio que nada había allí que a él le interesara y se marchó en silencio. Ese hombre es mi héroe. Su vida y obra hacen de este mundo un lugar mejor.
Los veranos de Calvin
Todo plan de huida empieza en el ahorro. Antes de dibujar, lo que hizo Watterson fue guardar dinero. Para darte una oportunidad, si no tienes padres ricos, lo primero que necesitas es construir posición. Desde tu búnker financiero, con un fondo de reserva, esperas la oportunidad. La tentación del gasto estará siempre presente. «No me gusta el dinero, hace a la gente cautelosa». Lo intuía Chris McCandless cuando eligió no tocarlo, ni tan siquiera acercarse, como si del anillo de Sauron se tratara. Si el dinero compra la libertad, los bienes materiales te la quitan. La oportunidad pasa por delante y tú vas tan cargado de joyas que no puedes atacarla. La trampa del asalariado es la escasez de tiempo y la falta de liquidez, la oportunidad le llega atado de pies y manos, incapaz de dejar un trabajo que odia por culpa de las 36 mensualidades pendientes. Cuando por fin termine de pagar el coche, financiará la reforma de la cocina para renovar su contrato de esclavo. El consumismo te hace dependiente de la novedad constante, eternamente insatisfecho en productos obsoletos de fábrica. Solo el ahorro, la piscina del Tío Gilito, te permite huir del juego de las apariencias que hay montado. Bill Watterson primero utilizó el dinero para dibujar, luego para alejarse de la sociedad. Cuando observó la complejidad de los contratos de licencia de Calvin y Hobbes, desapareció como un fantasma. Dicen que René Goscinny escribió Obélix y compañía después de una reunión con su equipo comercial. Bill nunca quiso cobrar un euro de merchandising. El dinero que le daba era menos valioso que el tiempo que le quitaba. Hobbes, que era feliz con un sándwich de atún, valida la decisión empresarial.
Calvin no comprendía el mundo en el que vivimos. Yo tampoco. No entiendo que un joven tenga que dedicar el 50% de su salario para pagar un techo. No entiendo que una madre tenga que regresar al trabajo cuatro meses después del parto. Calvin cuestionaría todas las normas sociales, nunca comprendió la fascinación que sienten los mayores por los billetes. José Elías y Jordi Wild, a pesar de tener millones en la cuenta, estuvieron cuatro horas hablando de dinero. Imaginaron todo lo que podrían hacer con él, sin darse cuenta que ya podían hacerlo. El ego te pide subir en la lista, el ego vive obsesionado con la métrica del dinero. Los que fueron un día pobres siguen en él validándose y una vez llegan a ricos no consiguen olvidarlo. A un desconocido siempre se le clasifica por la cantidad total de euros que tiene en el banco. Como yo visualizo la jugada, en una primera fase tienes que amar el dinero locamente. Con él compras tu libertad, ¿cómo no vas a desearlo? Si lo consigues, llega entonces la parte difícil: tienes que aprender a despreciarlo. Es en esa segunda fase donde la mayoría fracasa. Los ricos de verdad, los de toda la vida, no mencionan la palabra. ¿Es posible que la hayan olvidado? Tamara Falcó vive como si no existiera el dinero. La chica tiene mil temas que resolver, zapatos que comprar o bodas que organizar, pero el dinero no es uno de ellos. Hablar del dinero es señal inequívoca que tu interlocutor, por falta o por exceso, no ha resuelto el problema. Hablar del dinero es muy de clase media. La única relación sana con el dinero es olvidarte de él. Que yo tenga un blog financiero demuestra que sigo peleando. El día que lo cierre alégrate por mí. Seré por fin feliz.
Joan Tubau — Kapital