El 10 de junio de 1930 John Maynard Keynes daría una conferencia en Madrid titulada Las posibilidades económicas de nuestros nietos. Los temas que en ella trató fueron el incremento de la productividad y las dificultades por asignar satisfactoriamente las nuevas horas que quedasen libres. Casi 100 años después, el debate sigue vigente.
Estamos sufriendo un fuerte ataque de pesimismo. Es corriente escuchar a muchas personas la afirmación de que la época del enorme progreso económico, que fue la característica del siglo XIX, ha pasado para siempre; que la rápida mejora del nivel de vida está ahora haciéndose más lenta por doquier y en cualquier caso en Gran Bretaña; que una caída de la prosperidad es más verosímil que una mejora en la década que se encuentra ante nosotros. Creo que esta es una interpretación extraordinariamente equivocada de lo que está sucediendo. Estamos sufriendo, no el reumatismo de la vejez, sino los crecientes dolores que acompaña a los cambios excesivamente rápidos, del dolor del reajuste de pasar de un período económico a otro. El incremento de la eficiencia técnica ha tenido lugar más rápidamente que la velocidad con que tratamos nuestros problemas de la absorción de la mano de obra, la mejora del nivel de vida ha sido un poco demasiado rápido.
Resolver el problema económico (¡los recursos escasos!) generaría nuevos problemas. La supervivencia estaría garantizada pero no sabríamos ahora con qué entretenernos.
Hemos sido expresamente creados por la naturaleza, con todos nuestros impulsos y nuestros instintos más profundos, con el fin de resolver el problema económico. Si este problema se resolviera de pronto, la humanidad se vería privada de su finalidad tradicional. ¿Será esto un beneficio? Si se creyera en los valores reales de la vida, la perspectiva nos abre la posibilidad de un beneficio. Pienso, sin embargo, con temor en el reajuste de los hábitos e instintos del hombre corriente, alimentados por incontables generaciones, pidiéndosele que los abandone en unos cuantos decenios. (…) Por primera vez desde su creación, el hombre se enfrentará al que es su problema real y permanente: cómo utilizar su libertad respecto a las preocupaciones económicas más apremiantes, cómo ocupar su ocio, que la ciencia y el interés compuesto le habrán ganado, para vivir sabia y agradablemente bien.
La intuición que la prosperidad lleva irremediablemente al tedio. Keynes observaba a los rentistas de la época y temía una existencia rica pero insatisfactoria. Estamos diseñados para completar tareas y por eso la felicidad dura apenas unos segundos. Solo los hombres fuertes sabrán decir basta, escapando de su programación evolutiva.
No hay ningún país ni ningún pueblo que puede mirar hacia adelante a la edad de ocio y de la abundancia sin temor. Porque hemos sido preparados demasiado tiempo para luchar y no para disfrutar. Es un problema terrible para una persona corriente y moliente, sin dotes especiales, ocuparse en otras cosas, especialmente si ya tiene sus raíces echadas en el suelo o en la costumbre o en las amadas convenciones de la sociedad tradicional. A juzgar por la conducta y los logros de las clases ricas hoy día en cualquier lugar del mundo, la imagen es deprimente. Pues esos son, por decirlo así, nuestras avanzadillas, aquellos que están espiando la tierra prometida para el resto de nosotros y formando su campamento allí. Porque, en mi opinión, la mayoría de ellos han fracasado desastrosamente (esto es: quienes perciben una renta independiente, pero sin deberes ni condiciones para su disfrute) en sus intentos de resolver el problema que se les ha planteado. Estoy seguro de que, con un poco más de experiencia, usaremos el botín recién adquirido de la naturaleza de manera muy diferente de la forma en que el rico lo usa hoy y organizaremos un plan de vida totalmente distinto del que ellos tienen.
Acertaría en la predicción que seríamos más ricos. No acertaría en la predicción que trabajaríamos menos horas. La naturaleza empuja a seguir subiendo. Indefinidamente.
Sir Francis Drake
El discurso de Keynes arranca con un fascinante argumento económico: la acumulación de capital es la base del crecimiento. El profesor Bastos valida el punto.
La edad moderna se abrió con la acumulación de capital que se inició en el siglo XVI. Pienso que el comienzo de esa moderna acumulación fue debida a la subida de los precios y a los beneficios a los que esa reducción de precios produjo. Alza de precios ocasionada por las remesas de oro y plata desde el Nuevo Mundo al Viejo Continente traídas por España. Desde aquellos tiempos hasta hoy el poder de la acumulación por los intereses compuestos, que parecen haber estado durmiendo durante muchas generaciones, renació con renovada fuerza. Y el poder del interés compuesto durante doscientos años es tal que supera todo lo imaginable. (…) Creo, en efecto, que los comienzos de la inversión británica en el exterior se hallan en el tesoro que Drake robó a España en 1580. En aquel año regresó a Inglaterra, trayéndose con él el prodigioso botín del Golden Hind. La reina Isabel era un considerable accionista en la empresa que había financiado la expedición. Con su parte la reina Isabel pagó la totalidad de la deuda exterior de Inglaterra, equilibró su presupuesto y se encontró con unas 40.000 libras esterlinas en la mano. Invirtió esa cantidad en la Levant Company, que prosperó. Con los beneficios de la citada compañía, se fundó la East India Company; y los beneficios de esta gran empresa fueron los cimientos de la subsiguiente inversión exterior de Inglaterra. Así resulta que las 40.000 libras acumuladas al 3,25% de interés compuesto corresponden, aproximadamente, al volumen actual de las inversiones extranjeras de Inglaterra en varias fechas y equivaldrían realmente a la cifra total de 4.000 millones, que ya he citado como las inversiones extranjeras actuales. Así, cada libra esterlina que trajo Drake al país en 1580 se ha convertido en 100.000 libras. ¡Ese es el poder del interés compuesto! (…) Desde el siglo XVI, con un crescendo acumulativo después del XVIII, empezó la gran era de la ciencia y de los descubrimientos técnicos, que desde principios del siglo XIX ha estado en pleno florecimiento: carbón, vapor, electricidad, petróleo, acero, caucho, algodón, las industrias químicas, la maquinaria automática y los métodos de producción en masa, la radiotelegrafía, impresión, Newton, Darwin y Einstein y millares de otras cosas y hombres demasiado famosos y conocidos para hacer una lista breve. ¿Cuál es el resultado? A pesar de un enorme crecimiento de la población mundial, a la que ha sido necesario dotar de viviendas y máquinas, el nivel medio de vida en Europa y Estados Unidos ha subido, creo yo, en casi cuatro veces. El crecimiento del capital ha tenido lugar en una escala mucho mayor de lo que se había conocido en cualquier era anterior.
El interés compuesto puede ser sin embargo tramposo. Keynes cita la historia del sastre, del enigmático cuento Silvia y Bruno, en el que Lewis Carroll ilustra el engaño.
—Ah, bueno, pronto podré resolver su negocio. ¿Cuánto es, este año, mi amigo?
—Bien, se ha estado duplicando durante tantos años, como usted sabe, señor —contestó el sastre con un poco de aspereza—, que me gustaría el dinero ahora. Son dos mil libras.
—Oh, eso no es nada —observó con descuido el profesor, tocándose el bolsillo, como si siempre llevara por lo menos esa cantidad encima—. ¿Pero no le gustaría esperar otro año y convertirla en cuatro mil? ¡Piense lo rico que sería! ¡Podría ser un rey, si quisiera!
—No sé si me importaría ser un rey —dijo el hombre pensativamente—. Pero me refrescaría una visión del dinero. Bien, creo que esperaré...
—Naturalmente que lo hará —dijo el profesor—. Hay sentido en su cabeza. Ya lo veo. ¡Buenos días, amigo!
—¿Le pagará alguna vez esas cuatro mil libras? —preguntó Silvia, mientras se cerraba la puerta tras el acreedor.
—Nunca, mi querida muchacha —dijo con énfasis el profesor—. Continuará doblando la cifra hasta que muera. Ves, siempre vale la pena esperar otro año para obtener el doble de dinero.
El mundo financiero es más loco que el de Alicia.
Auge y caída de la moral capitalista
Los principios de la sociedad deben ser cuestionados.
Tal vez no sea accidental que la gente que más hizo por llevar la promesa de la inmortalidad e introducirla en el corazón y esencia de nuestras religiones haya hecho más todavía por el principio del interés compuesto. Y esté interesada por la más provechosa de las instituciones. Nos vemos libres, por lo tanto, para volver a algunos de los principios más seguros y ciertos de la religión y la virtud tradicional: que la avaricia es un vicio, que la práctica de la usura es una fechoría y el amor al dinero es detestable, que aquellos que siguen verdaderamente los caminos de la virtud y la sana sabiduría son los que menos piensan en el mañana. Una vez más debemos valorar los fines por encima de los medios y preferir lo bueno a lo útil. Honraremos a aquellos que nos enseñen cómo sacar virtuosamente y bien la hora y el día, las deliciosas personas que son capaces de disfrutar directamente de las cosas, las lilas del campo que no trabajan ni hilan. ¡Pero, cuidado! Tiempo para todos no hay todavía. Por lo menos durante otros cien años debemos simular nosotros y todos los demás que lo justo es malo y lo malo es justo; porque lo malo es útil y lo justo no lo es. La avaricia y la usura y la precaución deben ser nuestros dioses todavía durante un poco más de tiempo. Pues solamente ellos pueden sacarnos del túnel de la necesidad económica y llevarnos a la luz de la abundancia.
Para mí este es el debate más interesante. Keynes hace un pacto con el diablo: acepta la avaricia como compañero de viaje para alcanzar el capital necesario. No tengo nada claro que una sociedad que se levanta en valores materialistas pueda luego prescindir de ellos una vez alcance su objetivo. Un yonqui con dinero sigue siendo un yonqui.
Cuando la acumulación de riqueza ya no sea de gran importancia social, habrá grandes cambios en los preceptos morales. Podremos librarnos de los principios seudomorales que han pesado durante doscientos años sobre nosotros, siguiendo los cuales hemos exaltado algunas de las cualidades humanas más desagradables, colocándolas en la posición de las más altas virtudes. Podremos permitirnos dar al motivo del dinero su verdadero valor. El amor al dinero como posesión, a diferencia del amor al dinero como un medio de gozar de las realidades de la vida, será reconocido por lo que es, una morbidez algo odiosa, una de esas propensiones semidelictivas, semipatológicas, que uno entrega con un encogimiento de hombros a los especialistas en enfermedades mentales. Todas las clases de costumbres sociales y prácticas económicas, que afectan a la distribución de la riqueza y de las recompensas económicas, y las sanciones económicas que ahora mantenemos a toda costa, porque son terriblemente útiles para promover la acumulación de capital, serán descartadas, si es que no quedamos libres de ellas. Naturalmente todavía habrá personas con pretensiones intensas e insatisfechas, que perseguirán ciegamente la riqueza, a menos que puedan encontrar algún sucedáneo plausible, pero el resto de nosotros ya no estará bajo la obligación de aplaudirles y alentarles.
Me quedo con esta idea: un día trataremos con misericordia a los pobres demonios que se validaron en el gasto. Estamos en el año 2023 y ese día todavía no ha llegado.
Pienso en los días no muy lejanos del gran cambio. El ritmo con que podemos alcanzar nuestro destino de bendición económica estará regulado por cuatro condiciones: nuestro poder para controlar la población, nuestra decisión para evitar las guerras y las desavenencias civiles, nuestro deseo de confiar a la ciencia la dirección de aquellos asuntos que son propios de la ciencia y la tasa de acumulación fijada por la diferencia entre nuestra producción y nuestro consumo.
¿Cuándo llega el gran cambio, cuándo concluye esa horrible huída hacia adelante y hacia ninguna parte? Keynes afirma que pronto. Yo digo que nunca.
Adaptación hedónica
Descubrí esta magnífica conferencia gracias al libro Cuatro mil semanas, un alegato de Oliver Burkeman, periodista del The Guardian, en contra de la productividad. Su historia es curiosa: escribió mil artículos analizando los métodos para trabajar más y mejor, pero, irónicamente, le saldría el best-seller cuando renunció a ser productivo.
No es así como se suponía que iba a ser el futuro. En 1930, en un discurso titulado Las posibilidades económicas de nuestros nietos, el economista John Maynard Keynes hizo una famosa predicción: antes de un siglo, gracias al aumento de la riqueza y al avance de la tecnología, nadie tendría que trabajar más de quince horas a la semana. El problema sería cómo llenar todo ese tiempo de ocio que se desplegaría ante nosotros sin volvernos locos. «Por primera vez desde su creación, el hombre se enfrentará al que es su problema real y permanente: cómo utilizar su libertad respecto a las preocupaciones económicas más apremiantes». Pero Keynes se equivocaba. Resulta que cuando alguien gana suficiente dinero como para satisfacer sus necesidades, genera nuevas necesidades y descubre nuevos estilos de vida a los que aspirar; nunca logra tener más que el vecino, porque, en cuanto está a punto de conseguirlo, encuentra a un vecino distinto, y mejor, al que tratar de ponerse a la par. Como consecuencia, cada vez trabaja más horas, y estar liado se convierte en un emblema de prestigio. Lo que, por supuesto, es del todo absurdo: durante gran parte de la historia, la gracia de ser rico era que no tenías que trabajar tanto. Encima, el trajín de los que tienen más acaba contagiándose, porque una manera muy efectiva de ganar más dinero, para los que están en lo más alto de la cadena alimentaria, es recortar costes y hacer que sus compañías y fábricas trabajen de forma más eficiente. Lo que redunda en una mayor inseguridad para los que están por debajo, que se ven obligados a trabajar más para salir adelante.
Yo lo vivo con este blog. Por mucho que haga, por más que suban los números, tengo la sensación que nunca nada es suficiente. Si un día llegara a los cien mil, el día siguiente pensaría en el millón. Soy consciente que necesito descansar pero no voy a frenarlo ahora que tengo momentum. Raggio, Bassat, Cabiedes. Debo seguir trabajando, debo seguir produciendo, las métricas son solo la excusa para seguir sufriendo. La felicidad se esconde en el siguiente hito, mi cerebro primitivo me ordena que siga subiendo. Hay una escena de Jack en El resplandor en la que pierde los estribos porque su mujer le interrumpe cuando está escribiendo. Me juego una pierna que Kubrick lo vivió antes en su casa. Solo hay una manera de hacerlo y es entregándote con cuerpo y alma al proceso. 40 horas llevo editando este absurdo post. Son las 3 de la madrugada y sigo mutilándome delante de la pantalla, persiguiendo una idea escondida que merece ser destapada. Este texto es fresco porque pienso en él desde que me levanto hasta que me voy a la cama. Tengo que estar siempre alerta, no puedo decir a las musas que regresen mañana. Me gustaría terminar El infinito en un junco, jugar al nuevo Zelda o preparar un viaje a Islandia, pero una fuerza demoníaca me empuja a seguir escribiendo. No voy a decir que lo disfruto, pero sí que diré que por nada lo cambiaría.
La piedra de Sísifo no es una carga, sino un privilegio.
La carrera de la rata
Yuval Noah Harari describía en Sapiens el sinsentido de la existencia moderna.
¿Cuántos jóvenes graduados universitarios han accedido a puestos de trabajo exigentes en empresas potentes, y se han comprometido solemnemente a trabajar duro para ganar dinero que les permita retirarse y dedicarse a sus intereses reales cuando lleguen a los treinta y cinco años? Pero cuando llegan a esa edad, tienen hipotecas elevadas, hijos que van a la escuela, casa en las urbanizaciones, dos coches como mínimo por familia y la sensación de que la vida no vale la pena vivirla sin vino realmente bueno y unas vacaciones caras en el extranjero. ¿Qué se supone que tienen que hacer, volver a excavar raíces? No, redoblan sus esfuerzos y siguen trabajando como esclavos. Una de las pocas leyes rigurosas de la historia es que los lujos tienden a convertirse en necesidades y a generar nuevas obligaciones.
El dibujante Steve Cutts animó de forma brutal esa carrera de la rata.
Los humanos reajustamos expectativas y lo que un día fue lujo es ahora costumbre, siendo luego dependencia. Quienes consumen y acumulan viven en una constante sensación de insuficiencia y es por eso que yo busco la libertad financiera. Padre rico, padre pobre tiene dos finales: o te arruina o te libera. No hay término medio. Kiyosaki garantiza que sales de la carrera de la rata. Lo que no dice el cabrón es que quizá te sacan con camisa de fuerza. No se lo recomendaría a un desconocido porque lo más probable es que le arruine la vida. El dinero, sin propósito, genera dolores de cabeza. Lo recomiendo en Kapital porque sé que sabrás manipular la dinamita. Kiyosaki, si sales vivo, solo resuelve el problema económico. Te espera la parte más jodida: ¿cómo llenar las horas vacantes con sentido? Yo encuentro respuesta en el trabajo creativo. El sufrimiento es el mismo pero es el tormento que yo elijo. El ocio, la alternativa, irremediablemente te cansa y te debilita. Keynes observaba a los rentistas de su época y se preguntaba por qué eran infelices. La libertad financiera revela las verdaderas preferencias y si no hiciste los deberes la nueva asignación del tiempo te deprime. Los ganadores de la lotería lamentan el día en el que resolvieron su economía. Se funden el premio en gilipolleces y regresan felices a la oficina, donde reciben una nómina y, más importante, una lista interminable de tareas. Las reuniones son su salvación, en las que se crean y se discuten los ficticios problemas. Para eliminar futuras tentaciones, pronto firman la bendita hipoteca. Responden correos de lunes a viernes y buscan gangas los sábados y los domingos. Mientras consumen en el centro comercial, no pueden pensar en las posibilidades de la vida. Incluso de vacaciones se apuntan a actividades dirigidas. Quedarse sin batería es la mayor pesadilla. Keynes observaba a los rentistas de su época y los peores presagios se han cumplido. Nunca los ricos habían trabajado más horas que los pobres. Son los ricos más estúpidos de la historia.
Keynes era optimista porque imaginaba el futuro.
Yo soy pesimista porque vivo en él.
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