Los sábados por la tarde
Thomas Bernhard dejó escrito que «la desgracia de los hombres es que no quieren seguir su camino». Relatos autobiográficos es la mejor introducción a las abismales ideas del escritor austríaco. Avisa el académico Miguel Sáenz, quien tradujo su obra al español, que «sus libros autobiográficos son tan novelescos como autobiográficas sus novelas». El sótano, el segundo de los relatos, contiene este fragmento memorable.
Los sábados por la tarde los he sentido siempre como un tiempo muy peligroso para todos, la insatisfacción consigo mismo y con todas y cada una de las cosas, y la repentina conciencia de haber sido realmente explotado durante toda la vida y de carecer de sentido producían ese estado de espíritu, en el que la mayoría caía con aterradora profundidad. La mayoría de los hombres están acostumbrados a su trabajo y a alguna clase de trabajo u ocupación regular; si les falta, pierden instantáneamente su contenido y su conciencia y no son más que un morboso estado de desesperación. Al individuo le pasa lo que a la mayoría. Piensan que se regeneran, pero en verdad se trata de un vacío, en el que se vuelven medio locos. Por eso todos tienen las tardes de los sábados las ideas más demenciales, y todo termina siempre insatisfactoriamente. Empiezan a desplazar armarios y cómodas, mesas y sillones y sus propias camas, cepillan sus vestidos en los balcones, se limpian los zapatos como si se hubieran vuelto locos, las mujeres se suben al borde de las ventanas y los hombres se van al sótano y levantan torbellinos de polvo con escobas de ramas. Familias enteras creen que tienen que poner orden y se precipitan sobre el contenido de sus alojamientos y lo trastornan y se trastornan con ello. O se echan y se ocupan de sus dolencias, huyen y se refugian en sus enfermedades, que son enfermedades permanentes, de las que se acuerdan al terminar su trabajo el sábado por la tarde. Los médicos lo saben, los sábados por la tarde hay más visitas que en cualquier otro momento. Cuando el trabajo se interrumpe, irrumpen las enfermedades, llegan de pronto los dolores, el famoso dolor de cabeza de los sábados, las palpitaciones de las tardes de los sábados, los desmayos, los arrebatos de ira. Durante toda la semana las enfermedades son contenidas, mitigadas por el trabajo e incluso por una simple ocupación, el sábado por la tarde se hacen sentir y el hombre pierde en seguida su equilibrio. Y cuando el que ha dejado de trabajar al mediodía, cobra conciencia poco después de su auténtica situación, que en cualquier caso es siempre solo una situación sin esperanzas, sea él quien sea, sea lo que sea, esté donde esté, tiene que decirse que no es más que un hombre desgraciado, aunque pretenda lo contrario. Los pocos afortunados a los que el sábado no trastorna solo confirman la regla. En el fondo, el sábado es un día temido, mucho más temido aún que el domingo, porque el sábado sabe todo el mundo que queda el domingo aún, y el domingo es el día más horrible, pero después del domingo viene el lunes, que es un día laborable, y eso hace soportable el domingo. El sábado es terrible, el domingo horrible, el lunes es un alivio. Todo lo demás es una afirmación malévola y estúpida. El sábado se prepara la tormenta, el domingo descarga, el lunes vuelve la calma. El hombre no ama la libertad, todo lo demás es mentira, no sabe qué hacer con la libertad, apenas es libre, se dedica a abrir cómodas de vestidos y ropa blanca, a ordenar viejos papeles, busca fotografías, documentos, cartas, va al jardín y escarba la tierra o anda totalmente sin sentido ni objeto en cualquier dirección, sea la que fuere, y lo llama paseo. Y cuando hay niños, se los utiliza para el famoso matar el tiempo, y se los excita y azota y abofetea, para que produzcan ese caos que, en verdad, es la salvación. Y qué hay por otra parte más terrible que un paseo de sábado por la tarde, como visita a parientes o conocidos, en el que se satisface la curiosidad y se destruyen las relaciones con esos parientes o conocidos. Y si la gente lee, se tortura en verdad con una pena que se impone a sí misma, y nada es más ridículo que el deporte, esa coartada favorita entre todas para la absoluta falta de sentido. El fin de semana es el homicidio de todo individuo y la muerte de toda familia.
La conjura de los necios
A pesar de la enfermedad, Thomas Bernhard mantuvo el irreductible deseo de vivir. Dilapidó el dinero en hoteles de cinco estrellas, se peleó con las altas esferas vienesas y escribió aquello que tú no te atreves a decir—ni tan siquiera a pensar. Quizá la enfermedad, la presencia cercana de la muerte, destapa las preferencias auténticas. No debería ser así. Déjame solo decirte que no necesitas superar un cáncer para vivir la vida que de verdad quieres. «Demoramos las preguntas decisivas, al hacer ininterrumpidamente preguntas inútiles y viles, ridículas, y cuando hacemos las preguntas decisivas es demasiado tarde». Te escondes en las promesas de una promoción (símbolo de estatus entre personas frágiles), te escondes en la acumulación de dinero (¿para comprar qué?), te escondes en las obligaciones contractuales adquiridas voluntariamente (desaparece la elección si suprimes la libertad de movimientos). Bernhard, consciente de las trampas, nunca quiso un trabajo. No entendía que alguien dedicara 40 horas de su semana a una tarea carente de sentido.
Todo empleo me repelía profundamente, me asqueaba la estupidez de los trabajadores, de los empleados, veía todo lo que había de repugnante en los empleados y en los trabajadores, su absoluta falta de sentido y de finalidad. Trabajar, estar empleado, solo para poder sobrevivir, eso me asqueaba, eso me repugnaba. Cuando veía seres humanos, iba hacia ellos, para retroceder ante ellos espantado.
Búscate un oficio honesto. Ese era su único consejo. Bernhard hallaría una vocación temprana descargando cajas en el poblado de Scherzhauserfeld, en el sótano del comerciante Karl Podlaha, allí encontraría un propósito tomando la dirección opuesta.
Que el someterse ininterrumpidamente a una disciplina es la condición previa para avanzar día tras día, poner orden ininterrumpidamente no solo en la propia mente sino también en todas las cosas cotidianas pequeñas y muy pequeñas. Tenía en él un maestro que no tenía que imponerme su saber como su modo de ser, y del que, con la mejor disposición, podía aceptarlo todo, sin derrota, sin ninguna clase de vergüenza.
Ignatius J. Reilly y Henry Chinaski nunca buscaron un trabajo. John Kennedy Toole y Charles Bukowski llegaron, por caminos distintos, a las mismas conclusiones que Bernhard. Ignatius se burlaba en su cuaderno de una clase media «enamorada de la televisión, los coches nuevos y los alimentos congelados». Chinaski, en compañía de Dostoievski, soñaba con huir al desierto. Esos locos no odiaban los empleos honestos, del artesano o el artista, sino los cometidos artificiales dentro de una jerarquía empresarial, en el eterno ciclo del trabajo y el consumo y el trabajo y el consumo hasta el día de tu muerte. La productividad, como bien identificó Ignatius, es un engaño moderno. No era productivo el hombre de las cavernas y sin embargo completaba en su debido momento todas las tareas. El Banco Central lo jodió todo, distorsionando la preferencia temporal. El dinero barato te mantiene ocupado en la caza del último artilugio. No soy yo de conspiraciones pero, si tuviera que mantener atrapada a la población, lo haría prometiéndoles la felicidad en absurdos bienes materiales para luego vendérselos a tipos bajos en una falsa sensación de progreso. Cuando pagaran la última letra el producto estaría ya obsoleto, retomando la perpetua rueda del deseo y el sufrimiento. Vota cada 4 años y paga tus impuestos. La competición no termina en ellos. El día después de firmar la hipoteca fornican mecánicamente en busca del niño. El desarrollo multidisciplinar será su enésima preocupación, llenándole la agenda con extraescolares carísimas. Siempre estimulado en el dominio erróneo, habla mandarín pero no sabe decir buenos días. Tu pequeño Mozart no consigue atarse los cordones. Aquí tienes mi plan de desarrollo: Bola de dragón y tardes libres con los amigos. No lo valida Montessori pero ya te digo yo que funciona. Goku le dará mejores valores que ese colegio internacional de niñatos consentidos. ¿Sabes qué necesita tu pequeño? No es el último iPhone, es el amor de un padre solo preocupado por su éxito corporativo.
«La gente es rara: se molestan continuamente por temas triviales pero frente una cuestión mayor como desperdiciar sus propias vidas parecen no inmutarse». Escribió Bukowski en los Poemas de la última noche de la tierra. Leer es jodido. Los libros insinúan que existe una alternativa. No intentes esconderte. Mientes con la razón, nunca con el instinto, convenciéndote que sí quieres la vida que no quieres. El cuerpo señaliza la falta de sentido con un malestar físico y psicológico y por ello llenas los lunes de reuniones y los sábados de labores domésticas, para que el cerebro racionalice que estás siendo productivo. Únete al escuadrón suicida de Bernhard. En sus textos encontrarás las preguntas que complican tu existencia. Thomas, hijo de la grandísima, ¿por qué no te quedaste callado cuando encajaste las piezas? Suenan tambores de guerra y la luna se tiñe de un rojo sangriento. Puedes posponer el conflicto pero ya no puedes esconderte, sobrevuela la sombra de un animal carroñero. «¿Y cómo pago las facturas si mi padre no es rico?» Tengo la misma duda. Y leyendo nada soluciono. Ellos despiertan la curiosidad. Yo gestiono la crisis. Todas las rutas son peligrosos. Todas las señales conducen a la misma conclusión destructiva: la gente es miserable y prefiere silenciar la pulsión, evitando un contagio en el que ardería la sociedad que conocemos.
Son dos las alternativas: nunca bajar la mirada y luchar hasta las últimas consecuencias. O ignorar el problema esperando el día de tu muerte.
Joan Tubau — Kapital
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