Para Helga
Ya compartí mis apuntes de Islandia. Se me olvidó recomendar Para Helga, una carta de amor del escritor islandés Bergsveinn Birgisson. Cuando voy de viaje, me gusta leer libros que hablen del sitio que estoy explorando. Las novelas son un complemento magnífico a las guías de la Lonely Planet. El mundo de ayer o La liebre con ojos de ámbar en Viena. Norwegian Wood en Tokio. Brooklyn foolies en Nueva York. Los relatos de Zweig, Murakami o Auster te permiten comprender la cultura y el carácter de un país y su gente. Para Helga, que combina una historia romántica con el folklore local islandés, es un libro colosal. El granjero Bjarni declara amor eterno a su querida Helga.
He aprendido a leer en el resoplido de los ollares de los bueyes. He apreciado el abrazo y el estímulo de la voluntad de la naturaleza a través de mi ganado. He visto al elfo de la capa azul y he oído llamar a mi puerta a las ánimas. He percibido las fuerzas misteriosas de la existencia en los cerros y en los lugares encantados, y he ahuyentado a los guardianes de la tierra cuando el caballo rehusaba el trote. He visto la luz de antaño. Nadie entiende que pueda verse la luz de antaño, pero me da igual que nadie entienda lo que quiero decir. He aprendido a leer en las nubes y los pájaros y en el comportamiento del perro. He vivido el prodigio de la colonización de Islandia y he percibido la magnificencia de los primeros pobladores de estas tierras. He advertido la angustia de las hojas en un eclipse de luna, he mirado hacia las laderas y he sentido mi alma elevarse mientras conducía el tractor. He oído el trueno y el rugido de mis vísceras contestarse el uno al otro, un hombre diminuto bajo un cielo inmenso; he oído al arroyo susurrar que es eterno. He convertido esta tierra en mi amante. He pescado con las manos un salmón lleno de fuerza. He dejado que el zorro me enseñara lo que es ser astuto. He reconocido la simpatía en la mirada de las focas y las he dejado marchar. He experimentado la ferocidad de la orca y la ternura del amor materno, y me he refugiado del mundo allí donde duermen los cisnes. Me he bañado en aguas radiantes de sol y no en las aguas turbias que escupen las tuberías de la ciudad, y he sabido apreciar la diferencia. Perdido en una atroz tempestad de nieve, he intentado dirigir a mi caballo por entre los peñascos hasta darme por vencido y dejar que su instinto me llevara de vuelta a casa. He disparado a un zorro mientras defecaba. He visto derrumbarse un iceberg descomunal. He lanzado un lumpo a la cabeza del presidente de la comunidad. He olvidado cadáveres. He ido en busca del cuerpo de una mujer ahumada. He sobrevivido a los duros inviernos de los años sesenta viviendo de promesas, llenando con la imaginación el vacío de la existencia y comprendiendo que el hombre puede tener grandes sueños sobre una pequeña almohada. He seguido adelante, ebrio de deseo y de la esperanza que hace correr la savia incluso por las ramas marchitas de la creación. He amado y, por un tiempo, he sido una criatura feliz. He visto ante mis ojos crecer y madurar a mi progenie, y he llorado y he pensado en ti hasta arder en mi carne. He gritado envuelto en el aroma del brezo de finales de verano. He aplacado así mi deseo. Luego he seguido llorando. He visto congregaciones de cuervos. A la humanidad desnuda e indefensa. Y me he compadecido de ella. Sí. Tal vez, después de todo, haya vivido el amor de frente y no dándole la espalda. El amor no se reduce al ideal romántico burgués consistente en encontrar esa alma gemela que habrá de colmar nuestra existencia y hacerla rebosar incesantemente, como un bombeo eterno. El amor también reside en la vida que he disfrutado aquí, en el campo. Y desde el instante en que escogí esta experiencia y la asumí sin lamentaciones, aprendi que uno debe atenerse a la decisión tomada, cuidarla y no desviarse de ella —es un gesto de amor—. Aquí al pie de la colina de Ljósuvallarhlíð, estaba mi sitio. No tenía elección.
Era tu elección.
Es tu elección.
Y yo soy tuyo.
Todavía.
Joan Tubau — Kapital