El 21 de mayo de 2005, David Foster Wallace ofreció un discurso a los jóvenes estudiantes de Kenyon College. Era el día de su graduación y estaban todos ellos deseantes, con las más altas esperanzas, de afrontar el alentador futuro. El protocolo recomienda en ese tipo de discursos fomentar la vocación escondida y alimentar la llama de la ambición que se consumirá durante toda una carrera. Todo ha sido bello dentro del campus y así debe seguir siendo. Los mayores saben sin embargo que en la graduación se corona el puerto, que los verdes bosques de la subida se verán reemplazados por descorazonadoras ciudades modernas, que en ese preciso momento empieza el breve pero pesado descenso hacia un destino por todos conocido. La carretera esconde una desagradable sorpresa. La graduación es el cenit y lo único que espera es incomprensión y sufrimiento. Los mayores saben todo esto pero callan porque no quieren estropear el momento. David Foster Wallace tenía otros planes.
Los discursos de graduación son un ritual atávico del sistema capitalista. Son varias las modalidades que se utilizan para complacer a la audiencia: desde el millonario con suerte que recomienda seguir una pasión, porque si amas tu trabajo no tendrás que trabajar un solo día, hasta el escritor Mr. Wonderful que anima a jugártelo todo a una carta, porque solo se vive una vez y en el lecho de muerte te arrepientes de las cosas que no hiciste. Foster Wallace, por suerte o por desgracia de sus oyentes, no caería en esos tópicos de mierda. Su discurso contenía un simple pero poderoso mensaje: serás amo y señor de tu vida si controlas tus pensamientos. Tan simple y tan complejo. Sin historias de superación, ni carpe diem grandilocuente. Nada de lo que hagas cambiará el equilibrio de poderes, la carrera con propósito es solo la excusa para que devuelvas la deuda con Kenyon. Los humanos progresan por instinto y tú alimentes la insaciable maquinaria en el eterno círculo del consumo y el deseo insatisfecho, y lo único que importa es que todo eso lo tengas claro, que de ello seas plenamente consciente, para dar un paso al lado en una cabaña en el monte o jugarlo cínicamente al volante de un absurdo Panamera. Foster Wallace no hace prisioneros. Algunos estudiantes se rieron nerviosos, pensando que se trataba de un monólogo, pero no empezaba una comedia, sino el mayor de los dramas conocidos: la vida adulta del ciudadano estadounidense.
This is water
Dos peces jóvenes se cruzan con un pez mayor. «Buenos días chicos, ¿qué tal está el agua?» Los dos peces jóvenes siguen nadando y al cabo de un rato uno le pregunta al otro: «¿Qué demonios es el agua?» Este es un recurso clásico en los discursos de graduación, el uso de una pequeña historia con parábola. Los cuentos son el mejor y más directo método didáctico, pero si crees que me presentaré aquí como el pez viejo y sabio que te explicará a ti, el pez joven, qué es el agua, vas muy equivocado. Yo no soy el pez viejo y sabio. El punto de la historia es simplemente que las realidades más obvias e importantes son con frecuencia las más difíciles de identificar y las más complejas de comunicar. Escrito en una frase, claro, esto no es más que un tópico como cualquier otro, pero en las trincheras del día a día de la existencia adulta, los tópicos pueden tener una importancia de vida o muerte, o eso es lo que me gustaría contarte en esta soleada y encantadora mañana. He sido invitado para validar tus estudios humanistas, para explicarte por qué el título que estás a punto de recibir tiene un valor humano y no solo un pago material. Es el tópico más generalizado en este tipo de discursos, que la formación no va tanto de llenarte de conocimiento, sino de enseñarte a pensar. Si eres como yo cuando tenía tu edad, no te gustará escuchar este tipo de cosas, puede que incluso te sientas ofendido por la afirmación que alguien puede enseñarte a pensar, dado que haber sido aceptado en una universidad tan buena prueba que ya sabes hacerlo. Sin embargo, te quiero plantear que ese cliché no es insultante, porque lo verdaderamente importante en la educación que recibes en este tipo de instituciones, no es tanto la capacidad de pensar, sino de decidir en qué pensar. Si tu libertad de elección en relación a tus pensamientos te parece una cuestión demasiado evidente para desperdiciar tu tiempo, te pediría que pienses en los peces y el agua, y que por unos minutos pongas un paréntesis en tu escepticismo.
Aquí va otra historieta didáctica. Dos hombres se sientan juntos en un bar de la remota Alaska. Uno es creyente y el otro ateo, y los dos se enzarzan en una discusión sobre la existencia de Dios con esa intensidad solo observable después de la cuarta cerveza. Entonces el ateo dice: «No es que no tenga razones de peso para no creer en Dios. No es que nunca haya experimentado el rezo y esas cosas. Justamente el mes pasado me sorprendió una tormenta lejos de casa, estaba totalmente perdido y no podía ver nada, la temperatura era de cincuenta bajo cero, así que lo intenté: me arrodillé en la nieve implorando: Oh, Dios, si es que existes, estoy perdido en medio de esta tormenta y moriré si no me ayudas». El creyente pregunta algo desubicado. «¿Entonces ahora crees? Al fin y al cabo estás aquí vivo». El ateo se le mira condescendiente. «No, hombre, no. Lo único que sucedió es que casualmente pasaban por allí un par de esquimales y me mostraron el camino de regreso a casa». Es fácil observar esta historia a través del análisis típico de las carreras humanistas: exactamente la misma experiencia puede significar dos realidades opuestas para dos personas distintas, considerando los diferentes moldes de creencias y las diferentes formas de construir significado en las experiencias. Porque aquí se celebra la tolerancia y la libertad de pensamiento, nadie afirmará que una interpretación es verdadera y la otra falsa o mala. Lo que me parece bien, excepto por el hecho que nunca hablaremos de la procedencia de esas creencias. Es decir, del lugar en el que nacen dentro de esos dos hombres. Es como si la orientación más básica de una persona hacia el mundo y el significado de su experiencia en él estuviera ya dado, como si habláramos de su altura o su número de zapato, o fuera automáticamente absorbido a través la cultura, como ocurre con el lenguaje. Es como si la manera de construir significado no fuera el resultado intencional de una decisión consciente. Añádele ahora la arrogancia. El ateo está convencido de que los esquimales pasaran por allí nada tuvo que ver con su rezo de ayuda. También hay muchos creyentes arrogantes y seguros de sus propias interpretaciones. Son incluso más repulsivos que los ateos, al menos para la mayoría de nosotros. Pero el problema de los dogmáticos religiosos es exactamente el mismo que el del ateo de la historia: la certidumbre ciega, una mente cerrada que lleva a una cárcel absoluta en la que el prisionero ignora su propio encierro.
Hablamos de una formación que te enseña cómo pensar y lo que a mi criterio debería representar: ser un poco menos arrogante, tener consciencia crítica sobre uno mismo y las certidumbres. Porque un gran porcentaje de las cosas que daba por verdaderas, resulta que eran falsas. Yo aprendí esta lección de la manera más dura, como probablemente te ocurrirá también a ti. Este es un ejemplo de la falsedad total acerca de algo sobre lo que solía estar plenamente convencido: todo en mi inmediata experiencia sostiene mi profunda convicción que soy el centro absoluto del universo, la más real, la más intensa y la más importante persona que existe. No solemos hablar de este egocentrismo natural porque lo vemos socialmente repulsivo, pero en el fondo es por todos compartido. Es la configuración predeterminada, inherente a la concepción. Piensa en esto: no tuviste ninguna experiencia en la que no fueras el centro absoluto de la misma. El mundo como lo experimentas está ahí delante tuyo, o detrás de ti, o a tu lado, o en tu televisor, o en tu monitor. Los sentimientos de los demás tienen que ser comunicados, pero los tuyos son inmediatos, urgentes, reales. No te preocupes porque no te daré una lección sobre la compasión, la empatía o lo que algunos llaman virtudes. Esto no trata de virtud. Esto trata de mi elección de hacer el trabajo para alterar o liberarme de ese estado natural, mi configuración predeterminada de ser profundamente egocéntrico y de verlo e interpretarlo todo a través de la lente del yo. Las personas que consiguen controlar su configuración predeterminada están ajustadas, lo que no es un término fortuito. En este triunfante entorno académico, una pregunta obvia sería si este ajuste en la configuración predeterminada depende del conocimiento o del intelecto. La pregunta es compleja. Probablemente el aspecto más peligroso de la formación académica, por lo menos en mi caso, es que fomenta la tendencia a sobreintelectualizar las cosas, a perderme en el pensamiento abstracto dentro de mi cabeza, en lugar de simplemente poner atención a lo que está ocurriendo enfrente. A estas alturas ya conoces que es extremadamente difícil mantenerse alerta y concentrado en vez de quedarse hipnotizado por el constante monólogo que tiene lugar dentro de tu cerebro—que debe estar produciéndose ahora mismo. Veinte años después de mi graduación, me he dado cuenta de forma gradual que el tópico universitario de enseñar a pensar era realmente la síntesis de una idea mucho más profunda e importante: aprender a pensar realmente significa aprender a ejercer el control sobre cómo y qué pensamos. Significa ser consciente y estar despierto para escoger a qué le prestas atención y decidir cómo vas a construir significados a través de las experiencias. Porque si no puedes ejercer esta decisión en tu vida adulta, estarás totalmente perdido. Piensa en el viejo dicho de que ‘la mente es un excelente siervo pero un pésimo amo’. Este, como muchos otros dichos, tan simple y tan aburrido en la superficie, en realidad expresa una gran y terrible verdad. No es una coincidencia que la mayoría de los adultos que se suicidan con armas de fuego decidan pegarse un tiro a la cabeza. Disparan al terrible amo. La realidad es que la mayoría de estos suicidas estaban muertos antes de apretar al gatillo. Y esto es la cuestión real con la que una educación humanista debe lidiar: cómo no ir por tu confortable, próspera y respetable vida adulta como un difunto, inconsciente, esclavo de tu cabeza y de tu configuración predeterminada, sintiéndote únicamente, completamente, imperialmente solo, día sí, día también. Puede sonar como una hipérbole o un sinsentido abstracto. Permítame ser más concreto. Tú, estudiante que hoy te gradúas, no tienes la menor idea de lo que ‘día sí, día también’ significa.
Existe una parte importante de la vida adulta de la que nadie habla en estos discursos de graduación. Esa parte involucra el aburrimiento, la rutina y las pequeñas frustraciones. Los padres y los mayores hoy aquí presentes saben de lo que hablo. Por ejemplo, imagina que este es un día normal en tu vida adulta. Te levantas por la mañana, te diriges a tu trabajo de oficina de recién graduado, y trabajas duro durante nueve o diez horas, y al final del día estás cansado y estresado y todo lo que quieres es volver a casa, preparar una buena cena y desconectar un rato, y luego dormirte pronto porque mañana tienes que levantarte para hacerlo todo de nuevo. Pero de repente te acuerdas que no tienes comida en la nevera. No tuviste tiempo para ir de compras debido a tu desafiante trabajo, así que cuando terminas la jornada te subes al coche y conduces hasta el supermercado. Es hora punta y el tráfico, como era de esperar, es malo. Así que llegar a la tienda te consume más tiempo del que desearías, y cuando finalmente llegas, el supermercado está abarrotado, porque obviamente es la hora del día en que las demás personas con trabajo tratan de hacer sus compras. Y la tienda está horriblemente iluminada con fluorescentes y suena una melodía genérica que mata las almas o el espantoso pop corporativo y es seguramente el último lugar en el que quieres estar pero no puedes simplemente entrar y salir, tienes que perderte por esos inmensos, sobreiluminados, confusos pasillos para encontrar las cosas que quieres y tienes que maniobrar tu roñoso carrito entre esos otros carritos conducidos por personas igualmente cansadas y apresuradas. Y por supuesto están también los abuelos que se toman todo el tiempo del mundo y los niños hiperactivos y los que ocupan demasiado espacio, y tú tienes que morderte la lengua y ser amable mientras les pides que te dejen pasar, hasta que por fin encuentras la cena que buscabas, solo que ahora no hay suficientes cajas abiertas a pesar de que es hora punta, y la fila para pagar es interminable, lo que es estúpido e irritante, pero no puedes desahogar tu ira con una cajera que trabaja de forma frenética, quien para entonces ya ha hecho más horas de las que le tocaban y cuya rutina e insignificancia sobrepasan la imaginación de cualquiera de los universitarios aquí presentes. En cualquier caso, finalmente llegas al final de la fila y pagas tu comida, para escuchar un «que tenga un buen día» en una voz que suena como la misma muerte. Y después tienes que llevar tus pavorosas bolsas de plástico en un carrito que tiene una de esas ruedas locas que lo desvían a la izquierda, todo mientras traviesas un parking sucio y lleno de gente, y tratas de subir las bolsas al coche de manera que nada se salga y ruede por el maletero, y luego tienes que conducir por carriles llenos de todoterrenos, etcétera, etcétera. Todos habéis pasado por esto, claro, pero todavía no ha sido parte de vuestra rutina, día tras día, semana tras semana, mes tras mes. Pero lo será, junto con muchas otras rutinas lúgubres, molestas y sin sentido. Excepto que este no es el punto. El punto es que dentro de toda esta mierda frustrante entra el trabajo de escoger. En el atasco, en los pasillos abarrotados y en la cola de pago tengo tiempo de pensar, y si no tomo una decisión consciente acerca de lo que pienso y a qué dedico esa atención, me frustraré y seré miserable cada vez que vaya de compras. Porque mi configuración natural es la certeza que en este tipo de situaciones todo gira en torno a mí. Mi hambre, mi fatiga, mi deseo de regresar a casa, y pienso que todo lo demás me bloquea. ¿Quiénes son esas personas que se interponen en mi camino? Qué desagradables que son la mayoría, estúpidas ovejas con la vista perdida haciendo cola, qué irritantes e irrespetuosas cuando hablan a gritos por el móvil mientras esperan en la cola, qué injusto que es todo: he trabajado duro todo el día y tengo hambre y estoy cansado y no puedo irme a casa por culpa de estas estúpidas personas. Por supuesto, si adopto una consciencia más progresista de mi configuración predeterminada, pasaré el tiempo en el atasco de la tarde asqueado con todas esas gigantes y estúpidas camionetas, Hummers y SUVs que queman y derrochan sus egoístas tanques de 150 litros, y puedo fijarme en las pegatinas religiosas o patrióticas que siempre llevan los más grandes y asquerosos coches, conducidos por los más feos y desconsiderados y agresivos conductores, quienes hablan por teléfono cuando deciden cortarte para avanzar seis estúpidos metros en el atasco. Y puedo pensar en cómo los hijos de nuestros hijos van a odiarnos por haber desperdiciado todo el combustible, probablemente jodiendo el clima, y en cómo de malcriados y estúpidos y egoístas y desagradables todos somos, en esta sociedad moderna que apesta, y así podría seguir y seguir. Ya pillaste la idea.
Si yo decido pensar así, adelante. Muchos de nosotros lo hacemos. El problema es que este pensamiento tiende a generarse de forma fácil y automática y no representa una elección. Es mi configuración predeterminada. Es la forma automática con la que experimento lo aburrido y frustrante de la atareada vida adulta, una vez opero con la inconsciente creencia que soy el centro del mundo y que mis inmediatas necesidades y sentimientos deberían determinar las prioridades del mundo. Hay, sin embargo, otras maneras de interpretar la realidad en estas situaciones. En este atasco, con todos estos coches estorbándome, no podemos descartar que algunas de esas personas en un todoterreno hayan sufrido horribles accidentes en el pasado y conducir sea hoy para ellas una experiencia tan traumática que su psicólogo les ordenó que compraran una gigante y pesada camioneta en la que pudieran sentirse lo suficientemente seguras. O que el Hummer que acaba de cortarme lo conduce un padre cuyo hijo está herido o enfermo en el asiento del copiloto, y que intenta llegar al hospital cuanto antes, y que su prisa es mayor y más legítima que la mía. Realmente soy yo quien se interpone en su camino. O puedo escoger forzarme a considerar la probabilidad que las demás personas haciendo cola en el supermercado están tan aburridas y tan frustradas como yo, y que algunas de ellas tal vez tengan vidas más difíciles, tediosas o dolorosas que la mía. De nuevo, no pienses que quiero aleccionarte, o que intento decirte cómo tienes que pensar, o que alguien espera que lo hagas, porque es difícil, requiere voluntad y esfuerzo, y si eres como yo, algunos días no serás capaz de hacerlo, o simplemente no querrás hacerlo. Pero la mayoría de los días, si estás lo suficientemente despierto como para darte una elección, puedes decidir ver con otros ojos a la señora gorda, bizca y sobremaquillada que grita a su hijo en la cola del supermercado. Tal vez ella no es así, tal vez lleva tres noches seguidas sosteniendo la mano de su marido que se muere de un cáncer de huesos, o tal vez esa misma señora es la empleada mal pagada que ayer ayudó a tu marido a resolver un engorroso trámite burocrático en un pequeño acto de bondad. Ninguno de estos casos son probables, pero tampoco imposibles. Todo depende de tu juicio. Si estás automáticamente convencido que conoces la realidad y qué es en ella importante, si operas con tu configuración predeterminada, entonces tú, igual que yo, probablemente descartes los escenarios que no sean molestos y miserables. Pero si realmente has aprendido a focalizar tu atención, entonces sabrás que existen alternativas. Estará en tus manos experimentar que esa estresante situación no es solo valiosa, sino también sagrada, es el mismo fuego que encendió las estrellas: el amor, la camaradería, la sustancia mística en lo profundo de todas las cosas.
No necesariamente esta sustancia mística tiene que ser cierta. La única verdad en mayúsculas es que tú decides cómo intentarás ver las cosas. Esto, afirmo, es la libertad de la educación verdadera, aprender a equilibrarse. Tú tienes que decidir qué tiene sentido y qué no, tú decides qué adorar. Porque aquí hay algo raro aunque cierto: en las trincheras del día a día de un adulto no existe tal cosa como el ateísmo, no existe tal cosa como no adorar. Todo el mundo adora. La única elección que tomamos es qué adorar. Y la razón para venerar a un dios o un espíritu, llámese Jesucristo, Allah, Yavé, la Diosa Madre, las Cuatro Nobles Verdades o una colección inviolable de principios éticos, es que prácticamente cualquier otra cosa que idolatres se te comerá vivo. Si adoras el dinero y los bienes materiales, si eso es lo que consideras que tiene importancia, nunca tendrás suficiente, nunca sentirás que tengas suficiente. Esa es la verdad. Adora tu propio cuerpo y tu belleza y tu encanto sexual y siempre te sentirás feo. Y cuando el tiempo y la edad lleguen, habrás muerto un millón de veces antes de ser enterrado. De alguna manera, todo eso ya lo sospechas. Ha sido codificado en los mitos, los proverbios, los refranes, los epigramas, las parábolas: el esqueleto de toda gran historia. El truco consiste en recordártelo a diario. Adora el poder y te sentirás débil y temeroso, y necesitarás más poder sobre los demás para anestesiarte de tu propio miedo. Adora tu intelecto, para ser percibido como listo, y terminarás sintiéndote estúpido, un fraude que pronto será descubierto. Lo insidioso de estas formas de adoración no es que sean malignas o pecaminosas: es que son inconscientes. Son configuraciones predeterminadas. Son el tipo de adoración que gradualmente te atrapa, día tras día, haciéndote más selectivo en lo que ves y en cómo mides el valor de las cosas sin nunca plantearte lo que estás haciendo. Y el llamado mundo real no te sacará de tu configuración predeterminada, porque el llamado mundo real de hombres, dinero y poder se lleva bastante bien con el combustible del miedo y la rabia y la frustración y el deseo y la adoración de uno mismo. Nuestra cultura contemporánea ha alimentado estas fuerzas para producir riqueza, confort y libertad personal. La libertad de ser señores de nuestros pequeños reinos del tamaño de una calavera, solos en el centro de toda creación. Este tipo de libertad tiene mucho que añadir. Pero, por supuesto, hay diferentes tipos de libertad, y del tipo que es más preciado poco la escucharás en el gran mundo exterior de deseo, logro y alarde. El tipo de libertad que es más importante implica atención, conciencia, disciplina y ser capaz de preocuparse por otras personas y sacrificarse por ellas, una y otra vez, realizando miles de pequeños y nada atractivos gestos todos los días. Esa es la verdadera libertad. La alternativa es la inconsciencia, la configuración predeterminada, la carrera de la rata, la constante sensación de haber tenido y perdido, en el infinito.
Ya sé que nada de esto probablemente suene divertido, refrescante o inspirador como suelen hacerlo otros discursos graduación. Lo que es, como lo veo yo, es una verdad con un montón de basura retórica. Puedes pensar lo que quieras, pero por favor no lo descartes como un sermón acusador de la doctora Laura. Nada de esto trata de moral, religión, dogma o sofisticadas preguntas sobre la vida después de la muerte. La cuestión aquí va más allá de la vida antes de la muerte. Es sobre el verdadero valor de la educación, que nada tiene que ver con calificaciones o títulos, sino con la simple conciencia, la conciencia de lo que es real y esencial, tan escondida a simple vista alrededor nuestro, que tenemos que recordarnos una y otra vez: «Esto es agua. Esto es agua». Es increíblemente difícil hacer esto, vivir la vida adulta de forma consciente, día sí, día también. Lo que significa que una vez más el viejo dicho es cierto: tu educación es el trabajo de una vida. Y comienza ahora.
Te deseo mucho más que suerte.