Biografía del silencio
Biografía del silencio es el manifiesto vital de Pablo d’Ors, los apuntes personales de un sacerdote en busca de la paz. Un texto místico y transformador, un libro, en palabras del propio autor, bendecido por los astros. Escribimos para definir la realidad, para encontrar lo que somos y lo que queremos ser. Nunca lo había visto así antes de la conversación, pero escribir tiene algo de profecía. «Cuando uno se busca a sí mismo adecuadamente, lo que acaba encontrando es el mundo». El viaje de transformación empieza en un texto. Una vez escritas, las palabras cambian el futuro para siempre.
K118. Pablo d’Ors. El amigo del desierto.
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Los misterios del alma
El muro de las expectativas.
Todo sin excepción, una vez conseguido, nos decepciona de un modo u otro. Nos decepciona la obra de arte que creamos, por intenso que haya podido ser el proceso de creación o hermoso el resultado final. Nos decepciona la mujer o el hombre con quien nos casamos, porque al final no resultó ser como creímos. Nos decepciona la casa que hemos construido, las vacaciones que proyectamos, el hijo que tuvimos y que no se ajusta a lo que esperábamos de él. Nos decepciona, en fin, la comunidad en la que vivimos, el Dios en quien creemos, que no atiende a nuestros reclamos, y hasta nosotros mismos, que tan prometedores éramos en nuestra juventud y que, bien mirado, tan poco hemos logrado llevar a término. Todo esto, y tantas otras cosas más, nos decepciona porque no se ajusta a la idea que nos habíamos hecho. Lo que decepciona, en consecuencia, son las ideas. El descubrimiento de la desilusión es nuestro principal maestro. La vida se nos va en el esfuerzo por ajustarla a nuestras ideas y apetencias. Ayudar a alguien es hacerle ver que sus esfuerzos están desencaminados. Decirle: «Sufres porque te das de bruces contra un muro. Pero te das contra un muro porque no es por ahí por donde debes pasar».
Amar en las imperfecciones.
Al meditar se trabaja con el material de la vulnerabilidad. Esa vulnerabilidad que nos caracteriza a los humanos, y que yo tanto me esforcé por esconder al mundo antes de empezar a meditar, comencé a mostrarla discretamente desde que descubrí el poder de la meditación. Esta pudorosa exposición de mis flaquezas se ha revelado como un modo muy eficaz para hacer frente al culto a la propia imagen en que había vivido hasta entonces. Hablar de la propia vulnerabilidad, mostrarla, es la única forma que consiente que los demás nos conozcan verdaderamente y, en consecuencia, que puedan querernos. (…) El dolor es nuestro principal maestro. La lección de la realidad —que es la única digna de ser escuchada— no la aprendemos sin dolor. La meditación no tiene para mí nada que ver con un hipotético estado de placidez, como hay tantos que la entienden. Más bien se trata de un dejarse trabajar por el dolor, de un lidiar pacíficamente con él. La meditación es, por ello, el arte de la rendición. En el combate que supone toda sentada, vence quien se rinde a la realidad. Si en el mundo se nos enseña a cerrarnos al dolor, en la meditación se enseña a abrirnos a él. La meditación es una escuela de apertura a la realidad. Por lo que acabo de escribir, no es de extrañar que la meditación silenciosa y en quietud haya sido acusada de sofisticado masoquismo; y es que se llega a un punto en que uno desea sentarse a diario con la propia porción de dolor: frecuentarlo, conocerlo, domesticarlo. Sin dejar de ser tal, el dolor va cambiando de signo conforme se lo frecuenta. Y es así como se aprende a estar con uno mismo.
La creación artística
Hacer no haciendo.
No conviene resistirse, sino entregarse. No empeñarse, sino vivir en el abandono. Tanto el arte como la meditación nacen siempre de la entrega; nunca del esfuerzo. Y lo mismo sucede con el amor. El esfuerzo pone en funcionamiento la voluntad y la razón; la entrega, en cambio, la libertad y la intuición. Claro que bien podríamos preguntarnos cómo puede uno entregarse sin esfuerzo. Los chinos tienen un concepto para eso: wu wei, hacer no haciendo. Wu wei consiste en ponerse en disposición para que algo pueda hacerse por mediación tuya, pero no hacerlo tú directamente, forzando su arranque, desarrollo o culminación. Lo único necesario para esa entrega es estar ahí, para captar de este modo lo que aparezca, sea lo que sea. La meditación es algo así como una rigurosa capacitación para la entrega.
El artista vive fuera de la sociedad.
Cuando nos entregamos completamente a lo que hacemos, nada nos resulta gravoso y todo nos parece ligero. El gravamen se deja sentir cuando la entrega cede. Cualquier actividad realizada concentradamente es fuente de una dicha indescriptible. La creación artística, por ejemplo, es buena si produce alegría. En este sentido, no es en absoluto cierto que haya que esforzarse o disciplinarse para escribir un libro. El libro se escribe solo, el cuadro se pinta solo, y el escritor o el pintor están ahí, ante su lienzo o cuaderno en blanco, mientras esto sucede. La virtud del escritor radica únicamente en estar ahí cuando el libro se escribe, eso es todo. (…) Lo que realmente mata al hombre es la rutina; lo que le salva es la creatividad, es decir, la capacidad para vislumbrar y rescatar la novedad. Si se mira bien —y eso es en lo que educa la meditación— todo es siempre nuevo y diferente. Absolutamente nada es ahora como hace un instante. Participar de ese cambio continuo que llamamos «vida», ser uno con él, esa es la única promesa sensata de felicidad. Por esta razón, para meditar no importa sentirse bien o mal, contento o triste, esperanzado o desilusionado. Cualquier estado de ánimo que se tenga es el mejor estado de ánimo posible en ese momento para hacer meditación, y ello precisamente porque es el que se tiene. Gracias a la meditación se aprende a no querer ir a ningún lugar distinto a aquel en que se está; se quiere estar en el que se está, pero plenamente. Para explorarlo. Para ver lo que da de sí. La verdadera dicha es algo muy simple y que está al alcance de todos, de cualquiera. Solo hay que pararse, callar, escuchar y mirar; aunque pararse, callar, escuchar y mirar —y eso es meditar— se nos haga hoy tan difícil y hayamos tenido que inventar un método para algo tan elemental. Meditar no es difícil; lo difícil es querer meditar.
El amor auténtico
Un viaje de descubrimiento.
Hacer meditación es tirarse de cabeza a la realidad y darse un baño de ser. El amor romántico, por ejemplificar lo que afirmo, suele ser muy falso: nadie vive más engañado que un enamorado, y pocos sufren tanto como él. El amor auténtico tiene poco que ver con el enamoramiento, que hoy es el sueño por excelencia, el único mito que resta en Occidente. En el amor auténtico no se espera nada del otro; en el romántico, sí. Todavía más: el amor romántico es, esencialmente, la esperanza de que nuestra pareja nos dé la felicidad. Sobrecargamos al otro con nuestras expectativas cuando nos enamoramos. Y tales son las expectativas que cargamos sobre el ser amado que, al final, de él, o de ella, no queda ya prácticamente nada. El otro es entonces, simplemente, una excusa, una pantalla de nuestras expectativas. Por eso suele pasarse tan rápidamente del enamoramiento al odio o a la indiferencia, porque nadie puede colmar expectativas tan monstruosas. La exaltación del amor romántico en nuestra sociedad ha causado y sigue causando insondables pozos de desdicha. La actual mitificación de la pareja es una perniciosa estupidez. Por supuesto que creo en la posibilidad del amor de pareja, pero estoy convencido de que requiere de una extraordinaria e infrecuente madurez. Ningún prójimo puede dar nunca esa seguridad radical que buscamos; no puede ni debe darla. El ser amado no está ahí para que uno no se pierda, sino para perderse juntos; para vivir en compañía la liberadora aventura de la perdición.
Nuestra interpretación de la realidad.
Todos solemos estar demasiado enamorados del drama. En cuanto nos percibimos como seres no dramáticos, ¡nos aburrimos de nosotros mismos! Nos inventamos los problemas y las dificultades para sazonar nuestra biografía, que sin esas trabas nos parece plana y gris. Descubrir que uno no puede realizar determinada tarea, por ejemplo, no tiene por qué ser un problema; puede ser una liberación. La convalecencia que comporta una enfermedad bien puede ser vivida como una merecida temporada de vacación. La ruptura de un matrimonio puede ser el primer paso para un matrimonio mejor. Dicho más sencillamente: la amargura o dulzura de la que hagamos gala no depende de la realidad —el matrimonio, la tarea o la enfermedad—, sino de nosotros, solo de nosotros. Gracias a la meditación he descubierto que ninguna carga es mía si no me la echo a los hombros.
Vivir más y pensar menos.
Ganaríamos mucho si en lugar de enjuiciar las cosas, las afrontáramos. Nuestras cábalas mentales no solo nos hacen perder un tiempo muy precioso, sino que por su causa perdemos también la ocasión para transformarnos. Porque hay cosas que si no se hacen en un determinado instante ya no pueden hacerse, o no al menos como deberían ser hechas. Es mucho más saludable pensar menos y fiarse más de la intuición, del primer impulso. Cuando reflexionamos solemos complicar las cosas, que suelen presentarse nítidas y claras en un primer momento. Casi ninguna reflexión mueve a la acción; la mayoría conduce a la parálisis. Es más: reflexionamos para paralizarnos, para encontrar un motivo que justifique nuestra inacción. Pensamos mucho la vida, pero la vivimos poco. Ese es mi triste balance.
El maestro no mitificado
Elmar Salmann, monje benedictino.
Puedes ostentar importantes cargos o ninguno, ser letrado o analfabeto, haber tenido miles de experiencias o muy pocas, venir de largos viajes o de un pueblo pequeño y desconocido: nada de eso es una condición y mucho menos un impedimento para poder meditar. No importa cuál haya sido tu pasado. No cuenta el equipaje que lleves contigo, sino tú, solo tú, todo lo demás es indiferente o, incluso, puede llegar a estorbar. El respeto que siento hacia quien considero mi maestro es máximo, y no solo por las luminosas palabras que siempre me ha brindado, sino por su increíble sentido del humor. Elmar Salmann, así se llama, se ríe de todo, pero fundamentalmente de sí mismo. Acostumbrados como estamos a encararnos con gente infinitamente preocupada por su imagen y reputación, resulta poco menos que inaudito encontrarnos ante alguien a quien resulta indiferente lo que pienses o dejes de pensar de él. Esto maravilla por su rareza, pero sobre todo por la soberanía que comporta. Atrae porque es a lo que todos estamos llamados: al olvido de sí. Entre todas las cosas que se interponen entre nosotros y la realidad, entre todas esas cosas que nos impiden vivir porque actúan como filtros deformadores, la más dura de erradicar es lo que en el budismo zen se conoce como ego. Tanto Salmann, que además de monje benedictino es un auténtico sabio, como los tres maestros zen con quienes, en mayor o menor medida, he estado relacionado (Carmen Monske, Anton Tenkei y Pedro Vidal) han presentado a su ego una batalla sin cuartel. Constatarlo, comprobar cómo lo han domeñado sin por ello perder su carácter, es aleccionador. Todos ellos se mueven con resolución y dicen sencillamente lo que tienen en el corazón y en la cabeza, sin que parezca que les preocupe la repercusión o impresión que puedan provocar. En sus palabras no hay más que las palabras que han proferido. No hay una intención ulterior. No hay que profundizar en lo que dicen, no hay que desentrañarlo o interpretarlo. Simplemente hay que tomarlo tal cual, si se desea; o dejarlo de lado si no son las palabras oportunas para ti en ese momento.
Un mapa para el alma.
Diría que el simple hecho de colocarse ante una persona auténtica rejuvenece. Nuestros coloquios o entrevistas nunca han transcurrido en términos éticos o morales —como es bastante habitual en el catolicismo—, sino puramente fenoménicos, por así decir: constatamos hechos y, como máximo, él me brinda una posible hermenéutica de los mismos: algo así como pistas para trabajar o un horizonte al que tender. Salmann siempre me ha brindado amigos para el camino (autores y libros en cuya estela situarse para enganchar con sus intuiciones y beber de su manantial); un mapa, sencillo pero coherente con el que orientarme en ese territorio tan resbaladizo e inexplorado que es el alma; y, en fin, algo así como la apertura de un enorme panorama gracias al cual puede uno volver a respirar y a emocionarse ante la plenitud de lo que tiene delante. Cuando estoy caído, el maestro no me levanta, pero me muestra con elegancia que es mucho mejor estar de pie. Y me enseña a reírme de mis resistencias. En sus enseñanzas hay una perfecta combinación entre exigencia e indulgencia, entre humor y gravedad.
La vida
El manifiesto.
Yo, naturalmente, no sé bien qué es la vida, pero me he determinado a vivirla. De esa vida que se me ha dado, no quiero perderme nada: no solo me opongo a que se me prive de las grandes experiencias, sino también y sobre todo de las más pequeñas. Quiero aprender cuanto pueda, quiero probar el sabor de lo que se me ofrezca. No estoy dispuesto a cortarme las alas ni a que nadie me las corte. Tengo más de cuarenta años y sigo pensando en volar por cuantos cielos se me presenten, surcar cuantos mares tenga ocasión de conocer y procrear en todos los nidos que quieran acogerme. Deseo tener hijos, plantar árboles, escribir libros. Deseo escalar las montañas y bucear en los océanos. Oler las flores, amar a las mujeres, jugar con los niños, acariciar a los animales. Estoy dispuesto a que la lluvia me moje y a que la brisa me acaricie, a tener frío en invierno y calor en verano. He aprendido que es bueno dar la mano a los ancianos, mirar a los ojos de los moribundos, escuchar música y leer historias. Apuesto por conversar con mis semejantes, por recitar oraciones, por celebrar rituales. Me levantaré por la mañana y me acostaré por la noche, me pondré bajo los rayos del sol, admiraré las estrellas, miraré la luna y me dejaré mirar por ella. Quiero construir casas y partir hacia tierras extranjeras, hablar lenguas, atravesar desiertos, recorrer senderos, oler las flores y morder la fruta. Hacer amigos. Enterrar a los muertos. Acunar a los recién nacidos. Quisiera conocer a cuantos maestros puedan enseñarme y ser maestro yo mismo. Trabajar en escuelas y hospitales, en universidades, en talleres... Y perderme en los bosques, y correr por las playas, y mirar el horizonte desde los acantilados. En la meditación escucho que no debo privarme de nada, puesto que todo es bueno. La vida es un viaje espléndido, y para vivirla solo hay una cosa que debe evitarse: el miedo.