Ángel de segunda clase
K11. Boro Mas. Ganarse la vida.
Boro me mandó este correo al concluir la charla:
Siempre me han influido mucho las películas que he ido viendo, que además he visto de forma bastante obsesiva y repetitiva. Ya de muy pequeño, según mis padres vi tropecientas mil veces El chico de Charles Chaplin, en un viejo proyector de cine Super 8. Aún la recuerdo perfectamente, y seguramente ver varias veces al día la escena de la separación del niño y Charlot por parte de los funcionarios del orfanato me generaba una impresión tremenda y a la vez una primera educación sentimental (la pobreza es mala, la separación es mala, las autoridades del Estado son malas) que me ha quedado para siempre.
Seguí viendo pelis obsesivamente; desde el inicio de mi adolescencia, el relevo de Charlot lo tomó sin duda Woody Allen. Empecé a ver sus pelis, supongo que me parecería alucinante que pudiera existir un tipo tan gracioso y tan listo, y me encantaban. Empecé por las primeras, que hoy me siguen chiflando, pero a los 13 o 14 años el enganche emocional fuerte me llegó sobre todo con Manhattan y Hannah y sus hermanas. Veía de forma obsesiva el final de Manhattan en el video y de Hannah y sus hermanas en el cine. Ambos finales son muy parecidos: el personaje de Woody Allen está hundido, se siente fracasado y con un gran vacío existencial, pero pese a todo, Woody Allen nos ofrece una vía de escape, una solución, o al menos un parche, pensar en cosas que hacen que la vida valga la pena (la ficción, el arte, una película de los hermanos Marx, “la sonrisa de Tracy”...) y aunque vemos que esa salvación es un engaño, aceptamos gustosos ese engaño, y en esas películas el personaje Woody Allen se salva y de paso nos salva con él.
Pero por desgracia Woody Allen no dejó la cosa ahí. Un poco más adelante en su carrera y en mi adolescencia, ya con 16 o 17 años, Woody Allen vuelve con una peli con el mismo formato que esas dos, pero con una conclusión tremendamente distinta. Es Delitos y faltas, que también voy a ver obsesivamente al cine ese año, tres o cuatro veces. El efecto de esa película es demoledor: ni el arte, ni las mujeres, ni la filosofía, ni el humor, sirven ya; no hay moral ni conciencia, todo está perdido. Con la coartada de una comedia de las suyas, pillándome con la guardia baja, Allen no solo me había infectado con el virus del pesimismo para siempre sino que me había pinchado el salvavidas que él mismo regalaba. No me hizo falta leer a Dostoievski ni tragarme las lentas pelis de Bergman, con las que difícilmente iba a conectar emocionalmente tanto como a través del personaje de Allen (sobre todo cuando es él quien lo interpreta). Estaba todo ahí y ya me lo había pillado. Tras ese final de Delitos y faltas, te costaba levantarte de la butaca, y cuando lo hacías ya eras una persona distinta, un pesimista pero ahora sin vías de escape.
Aquí hago una elipsis de casi 20 años. Mi vida siguió normal, todo bien o muy bien: estudié, trabajé, me casé, monté una empresa de éxito, hasta que llegó un momento duro. Sufrí un desfalco en las cuentas de la empresa y un fuerte desengaño personal, y acabé arruinado y deprimido, tocado y hundido; me sentía como James Stewart en Qué bello es vivir cuando decide tirarse por un puente y solo un ángel (el ángel de segunda clase Clarence) puede rescatarle. Y aunque no estaba en América sino en mi apartamento de la playa, así estaba yo, y por las noches me ponía obsesivamente el final de Manhattan en YouTube. Ya existía YouTube porque estábamos en 2008, pero el final de Manhattan ya no me servía de escape. Escuchar a Tracy (Mariel Hemingway) mil veces pidiéndome tener un poco confianza en las personas, ya no me funcionaba, no me salvaba; tal vez si no hubiera visto Delitos y faltas.
El caso es que esos mismos días, navegando deprimido por internet, me entero de que Leonard Cohen vuelve, con setenta y pico años, a los escenarios, con la alucinante historia del desfalco que le había hecho su representante mientras él estaba retirado en el monasterio budista. Yo siempre había escuchado a Leonard Cohen, me fascinaba desde muy joven, y aunque no entendía bien las letras, su música me hechizaba, y tenía sus cintas en el coche y siempre me dejaba tocado. Pero para mí ya era un cantante del pasado, jubilado hace mucho, y ni me planteaba que pudiera tener la oportunidad de verlo en vivo. Así que leí esa noticia y no sólo ponía que volvía sino que iba a actuar muy cerca en el tiempo y el espacio: ese mismo verano, en el FIB, el festival de Benicasim. Me saqué una entrada para el festival, por supuesto, aunque no esperaba que eso fuera a sacarme del hoyo sino más bien a recrearme en él: seguramente me pesaba un comentario de un amigo que decía que las canciones de Cohen eran deprimentes, música de suicidas.
Mi amigo estaba muy equivocado. Cuando Leonard Cohen aparece en el escenario del FIB, incluso antes de empezar a cantar, me doy cuenta de que ha aparecido mi ángel Clarence a salvarme y que va a cambiarme la vida. Su gesto venía a decir: estoy viejo y arruinado pero no pasa nada, soy feliz, estoy agradecido a la vida de estar aquí, las crisis pasarán pero no trates de evitarlas, olvida a Woody Allen, vívelas, no escapes más, todos estamos rotos pero no importa, es por las grietas por donde entra la luz, no tengas miedo de mirar dentro aunque te parezca terrible, mira bien y confía aunque duela, y construye desde ahí.
Ring the bells that still can ring,
Kapital Podcast
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