11 días felices
Johann Wolfgang von Goethe contabilizó un total de 11 días felices en 82 años de vida.
Recuerdo un día feliz en la isla de Teshima, en el verano del 19. Éramos dos ingenuos viajeros que no seguían las normas y no percibían el miedo. En la visita al museo vanguardista, una instalación de Ryue Nishizawa, contemplamos el blanco vacío, en un momento de agradecimiento por el amor recibido. Cruzamos colinas con arrozales y almorzamos pastel de limón a horas intempestivas. Recuerdo un paseo sin rumbo por un pueblo fuera del tiempo, en el que no existían mapas ni relojes, en el que nada era urgente. Una vieja taberna servía cerdo con berenjena y sopa de miso. Después de tantos restaurantes pretenciosos, encontramos el lujo en una cena de 800 yenes. Te saqué una fotografía hopperiana (con la tristeza de quien anticipa el regreso) y recibimos un teletipo de la ciudad de las personas «caprichosas y enrabiadas». Sentimos la suave brisa marina y dudamos, por un instante, que bajo ese cielo estrellado hubiera el hombre salvaje conocido el sufrimiento. Allí concluía la aventura, allí concluía el presente. La vida sería pasado y futuro, la vida sería memorias y sueños.
El mensaje decía que esto no podía seguir así y que tanta felicidad nos mataría. Que debíamos sentar cabeza y que la única salida era un trabajo rutinario, que odiásemos todos los días. Que los sueños generan frustración y que nadie controla su destino. Que aceptásemos, por el bien de todos, la triste realidad de la vida. Que el juego consistía en pedir una hipoteca y devolver el dinero. Que serían 11 los días felices. Que luego moriríamos. Que procreásemos, para llenar el mayor número de horas, con la pareja coincidente en el trigésimo segundo aniversario del nacimiento. Que los niños servirían de distracción. Que alimentarles, limpiarles y vestirles sería fuente de preocupaciones, antes del desenlace conocido. Que salirse del guión molestaba a los que, en la sensación de progreso, ignoraban la fútil existencia, esforzándose en subir el organigrama, sintiéndose productivos. Que, igual que hacían ellos, nos fijásemos metas absurdas y dañinas como estudiar un máster, terminar un triatlón o comprar una segunda residencia. Que alargásemos las reuniones y que buscásemos un hobby inofensivo. Que, por supuesto, nunca abriésemos un libro. Que soñásemos todas las noches con escapar. Que nunca cruzásemos la puerta. Que visitásemos lugares masificados en los 15 días de permiso. Que consumiésemos más y pensásemos menos. Que fuésemos esclavos del crédito barato en un absurdo materialismo. Que participásemos en el atávico ritual. Que reforzásemos la identidad social en la posición corporativa. Que esas eran las leyes y que cada voto cuenta. Que el sistema se tambalearía si un solo loco cuestionaba una sola regla. Que la gente hambrienta espera la señal. Que es peligroso vivir en el eterno presente. Que dejásemos de tararear la canción del pájaro de fuego. Que seríamos responsables de la sangrienta revolución. Que arderían ciudades y se cortarían cabezas. Que desaparecería la estirpe del sagrado profeta. Que llegaría un nuevo tirano, igual de estúpido, igual de ridículo. Que el caos es la tentación más antigua. Que el pueblo soberano obedecería en el alba del noveno día. Que el tiempo es circular y que todo esto ya había ocurrido. Que debíamos regresar de inmediato. Que el castigo sería severo. Que tantas novelas nos habían llenado de pájaros la cabeza. Que éramos unos insensatos, además de unos egoístas, por haberlo tan siquiera intentado. Que yo no podía ganarme la vida escribiendo y que tú no podías perseguir tu instinto. Que no podíamos ser felices en la isla de Teshima.
Joan Tubau — Kapital
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